A la mañana siguiente, Margaret se levantó llena de ansiedad; el solo hecho de imaginarse sin ejercer sus profesiones la aturdía, llenándola de oscuridad. Sentía como si un peso inmenso aplastara su pecho.
—¡Santo cielo! ¿Cómo me libraré de esto? Tengo que sacar todo lo que siento; de lo contrario, me enloqueceré.
Sin dudarlo, pensó en la única persona que la escucharía sin juzgarla.
—¡Hola! —su voz era temerosa.
—¡Margaret! —respondió Marcia, de forma efusiva—. ¿A quién tengo que agradecer este milagro?
—No me digas eso, me haces sentir mal. Sé que he sido una ingrata. Pero tú también eres responsable; desde que te casaste con Guillermo, te aislaste.
—A ese imbécil ni me lo menciones; por suerte me separé de él hace cuatro meses. Desde entonces he estado viajando.
—Entonces, ¿quién es la egoísta? —dijo, algo molesta.
—Tienes razón, digamos que ambas nos olvidamos. Pero eso no debe continuar así. Dime, ¿qué sucede? Y no trates de ocultarme nada; te conozco como la palma de mi mano, y