FRAGILIDAD PELIGROSA

Y mientras Ethan se ahogaba en la autocompasión. Margaret se desplomó en el sofá de su sala, el eco de su discusión con Ethan resonando en su mente como un tambor implacable. Horas atrás, había perdido los estribos, y ahora, el remordimiento la consumía.

—¡Dios! ¿Qué fue lo que hice? Debí controlarme. Se supone que la adulta soy yo; además, debería ofrecerle consuelo y no palabras hirientes Sé que su actitud se debe a algo, es muy joven para estar tan lleno de rabia. Mañana hablaré con él. Por ahora, lo único que puedo hacer es ducharme.

Esa noche, el sueño no fue amable. El rostro de Ethan, tan frágil y a la vez roto, la perseguía en cada rincón de su mente. Esos ojos oscuros, profundos como pozos sin fondo, gritaban un dolor que no podía descifrar.

Al amanecer, Margaret buscó consuelo en su jardín. Los girasoles, un regalo de su padre por su cumpleaños, se erguían radiantes bajo el sol naciente. Acarició sus pétalos con ternura, susurrando:

—Que tengan un día tan hermoso como el que planeo tener.

Tras regarlos, regresó a su habitación. El agua tibia de la ducha aclaró sus pensamientos, y un desayuno sencillo le devolvió algo de calma. Se arregló con cuidado, eligiendo un vestido que abrazaba sus curvas con suavidad. Desayunó, se arregló con cuidado y, al abrir la puerta de su casa… se encontró con él.

—Sé que este ramo de rosas no es suficiente para obtener su perdón —dijo Ethan, ocultando la mitad de su rostro tras las flores.

—¡¿Qué haces aquí?! —exclamó ella, sorprendida—. ¿Cómo obtuviste mi dirección?

—No fue difícil… —respondió evasivo, pero enmudeció al verla. El vestido abrazaba sus curvas con delicadeza, el escote justo insinuaba más de lo que debía, y en su mente la imagen se transformó: ella, rendida en sus brazos, gimiendo su nombre con la voz temblorosa.

—¿Ethan? —su voz lo sacó de golpe del ensueño—. ¿Estás bien? Te perdiste por un instante.

—Lo siento —suspiró, bajando la mirada—. No pude evitarlo. Me perdí en su belleza… en sus ojos.

—Basta de halagos —replicó ella, conteniendo un rubor involuntario—. ¿Qué buscas con esas rosas?

—Estoy aquí en son de paz. Reconozco que me comporté como un patán, y sé que lo único que usted busca es ayudarnos. Tómelas como muestra de arrepentimiento.

—Son hermosas —admitió, aceptándolas—, pero será la primera y la última vez que reciba un regalo tuyo. No es correcto.

—Le doy mi palabra. No tengo otra intención.

Margaret lo miró con seriedad, y luego suspiró.

—Bien… también quiero disculparme. No debí gritarte ni mucho menos golpearte. ¿Qué te parece si empezamos de cero? —le tendió la mano.

—Será un placer —respondió Ethan, estrechándola con fuerza. El contacto de su piel cálida le encendió el corazón—. Permita que mi chofer la lleve.

—Olvídalo. No quiero malos entendidos. De todos modos, admiro tu valentía al venir hasta aquí. Y escucha esto: si algún día necesitas hablar de lo que sea, yo estaré para ti —dijo, acariciando su cabello con suavidad—. Ahora debo ir a la secundaria o llegaré tarde.

—¿Nos veremos en la sesión de hoy? —preguntó con ilusión.

—Por supuesto, espero verte ahí —contestó, dedicándole una mirada cargada de ternura antes de cerrar la puerta.

Ethan se quedó inmóvil frente a la puerta, apretando el ramo vacío contra su pecho. Su corazón latía con fuerza, no por la vergüenza, sino por esa mezcla peligrosa de deseo y admiración que le quemaba las venas.

Mientras bajaba los escalones de la entrada, sus pensamientos lo devoraban: Ella me acarició el cabello… como si de verdad le importara. No puedo dejar que me vea como un simple muchacho rebelde. Tengo que demostrarle que soy más que eso.

Por su parte, Margaret, aún con el aroma de las rosas impregnado en el aire, apoyó la espalda en la puerta cerrada y dejó escapar un suspiro tembloroso.

—¿Qué estoy haciendo?

 Se obligó a enderezarse, recordando que era la adulta, la guía, la psicóloga… no una mujer vulnerable frente al magnetismo de un joven.

Las clases en la secundaria transcurrieron con una calma que Margaret agradeció. Sus alumnos se mostraban atentos, y ella se esforzaba en concentrarse plenamente en ellos, como si de esa forma pudiera acallar los pensamientos que la habían perseguido desde la mañana. Cada vez que recordaba la mirada de Ethan en su puerta, un escalofrío le recorría la piel, aunque intentaba disimularlo.

Al terminar la jornada, tomó sus cosas y se dirigió al centro de ayuda. Era un lugar que siempre le transmitía paz, un espacio donde podía enfocar sus energías en acompañar a los jóvenes que cargaban con sus propias batallas. Sin embargo, ese día algo fue diferente.

Apenas entró al salón y lo vio, el aire pareció volverse más denso. Ethan estaba sentado en la esquina, con los brazos cruzados y esa expresión enigmática que nunca dejaba leer con claridad. Pero lo que más la altero fueron sus ojos: no la soltaban.

Margaret intentó mantener la compostura, pero sintió cómo se le erizaba la piel bajo aquel escrutinio. Él no parpadeaba, no apartaba la vista, como si cada movimiento suyo lo hipnotizara. La miraba con tal intensidad que ella apenas pudo sostenerle la mirada un par de segundos antes de desviar los ojos hacia sus notas.

—Bien, chicos… hoy hablaremos de la importancia de reconocer y expresar nuestras emociones —anunció con voz firme.

Mientras guiaba la dinámica, se obligaba a ignorar lo evidente: la forma en que Ethan la seguía con los ojos, como si quisiera arrancarle la ropa con la mirada. Era una mezcla de deseo feroz y desafío que la incomodaba y, a la vez, la estremecía de una manera peligrosa.

En un momento, cuando pasó cerca de él para repartir unas hojas, pudo sentir la calidez de su respiración. No dijo nada, pero sus labios esbozaron una leve sonrisa cargada de algo que no supo descifrar. Margaret se apresuró a alejarse, clavando sus ojos en el resto de los estudiantes.

—Concéntrate. No puedes permitir esto —pensó para sí misma.

Pero cada vez que alzaba la vista, ahí estaba Ethan, devorándola en silencio

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