Isabella y Alejandro caminaron en silencio hacia el castillo, cada uno inmerso en sus propios pensamientos, pero compartiendo la misma urgencia en el aire. A medida que avanzaban, la quietud de la tarde se rompía solo por el sonido de sus pasos sobre el empedrado, mientras el sol se desvanecía lentamente en el horizonte, dejando atrás un cielo cargado de nubes. El castillo que se alzaba ante ellos parecía un reflejo perfecto de su estado emocional: sólido, imponente, pero con grietas que amenazaban con desmoronarse con el primer empujón. Esa fortaleza, que alguna vez representó la seguridad, el amor y la unidad, ahora se sentía más como una trampa que los aprisionaba a ambos.
Al llegar a las grandes puertas del castillo, la imponente figura del guardia se hizo visible en la sombra. Isabella, sin pronunciar palabra, le hizo una señal, y el guardia se apresuró a abrir las puertas para permitirles el acceso. Dentro, el aire fresco de los pasillos era un alivio momentáneo después del calo