Mientras el cazador enviado por Rodrigo Villalba seguía el rastro de la hermana de Elena, con la paciencia meticulosa de quien teje una telaraña para atrapar a su presa, en la mansión Villalba la tensión se respiraba en cada rincón. El aire, casi denso, parecía vibrar con una amenaza latente, como si las paredes, cargadas de secretos, susurraran advertencias inaudibles a quienes las habitaban.
Durante el almuerzo, el comedor, con su imponente mesa de roble y las vajillas de porcelana fina, se había transformado en un campo de batalla silencioso. Las miradas se cruzaban con cautela, los cubiertos apenas rozaban los platos, y cada sonido, por pequeño que fuera, retumbaba como un eco incómodo. Camila Villalba, sentada ésta vez en la cabecera, observaba a su esposo con una mezcla de desconfianza y ansiedad. Rodrigo apenas probaba bocado, y en lugar de su habitual gesto autoritario o su verbo filoso, permanecía callado, mirando de reojo su teléfono, como si esperara algo, una confirmación,