El silencio en el estudio del segundo piso de la mansión Villalba era denso, casi sofocante. Camila permanecía de pie, de espaldas a la ventana, mirando a Alejandro con una mezcla de determinación y vulnerabilidad. Sus manos temblaban ligeramente, aunque intentaba ocultarlo, frotando los dedos contra la tela de su vestido, como si alisar las arrugas fuera a calmar el temblor de su conciencia. Alejandro, por su parte, estaba rígido, con los brazos cruzados y la mirada fija en un punto indeterminado, como si no quisiera encontrarse con los ojos de Camila, pero incapaz de escapar del peso de sus palabras.
—Dime la verdad, Alejandro —dijo ella finalmente, rompiendo el silencio como si desgarrara una tela gruesa y tensa—. No puedes seguir escondiéndote detrás de frases vagas que por decirlas de forma directa no las hacen contundentes. Sé que no estás aquí por Leticia, o por cumplir la promesa que hiciste. Sé que hay alguien más. Pero no te preocupes, eso no me inquieta. Lo que realmente me