La tarde cayó sobre la ciudad, y sobre la mansión Villalba, arrastrando un manto de nubes grises y espesas que cubrían el cielo como un presagio. La lluvia había cesado, pero el aire permanecía cargado, impregnado de una humedad densa, como si la tormenta aún acechara detrás de cada sombra. Las calles estaban salpicadas de charcos, y sobre los ventanales de la casa, gotas perezosas resbalaban dejando trazos irregulares, semejantes a las lágrimas de un gigante invisible.
La mansión Villalba, tan imponente como fría, no era ajena a esa atmósfera opresiva: el silencio pesaba sobre sus muros, y hasta el resplandor de los candelabros parecía apagado. Aquel atardecer no tenía motas anaranjadas ni doradas, sino matices grises, tanto fuera como dentro de la casa. El ambiente era realmente sombrío.
El tiempo se movía con una extraña lentitud. Alejandro Santoro ya se había marchado. El abogado Samuel Ferrer le había enviado un mensaje, solicitando su presencia urgente en la oficina para ultimar