Nos lanzamos loma abajo a todo correr, al encuentro de lo que fuera que se acercaba.
Conforme nos aproximábamos, nos dimos cuenta que lo que teníamos delante ya no avanzaba.
Fue entonces que mi mente se llenó de voces estentóreas, entre las que se destacaba una dando órdenes, y que reconocí de inmediato.
—¡Mendel! —llamé—. ¡Ya estamos con ustedes!
—¡Mael! ¿De qué nube caes? —respondió mi hermano alegremente.
En cuestión de minutos veíamos con claridad a un puñado de lobos luchando con una docena de pálidos y un blanco, todos montados en los grandes caballos color perla. Nuestra aparición inclinó la balanza, y el último pálido no tardó en caer de su montura, mientras su cabeza iba a dar a varios metros del resto de su cuerpo, que quedó sangrando y humeando en la nieve.
Mendel me saltó encima, excitado tras la lucha. Me lamió y me mordisqueó hasta que me lo sacudí de encima, mientras los demás reían viéndonos. Me alegró hallar con él a mis her