El motor del auto ronroneó con una cadencia tensa, como si el vehículo compartiera la ansiedad que se sentía en el interior.
Mia apretó los dedos alrededor del borde del asiento, el vestido ceñido resistiendo el temblor de sus manos. Frente a ella, la figura de Owen ocupaba el asiento del copiloto con una compostura que olía a triunfo. El alfa gris se inclinó con lentitud hacia ella, la mandíbula tensando bajo la barba corta, el brillo en los ojos igual de afilado que la noche.
—No te acerques —dijo Mia, la voz quedándole quebrada entre el miedo y la furia. No fue un ruego; fue una orden torpe, algo que brotó de su garganta a pesar de que el terror le apretaba la tráquea.
Owen sonrió, esa sonrisa que no alcanzaba a los ojos y que siempre dejaba un rastro de amenaza. Sus dedos rozaron apenas la rodilla de Mia, un movimiento calculado para desestabilizarla. No hubo ternura, solo posesión.
—Cálmate, pequeña —murmuró él—. Esto no tiene por qué doler si te rindes.
Ella apartó la mirada. H