Mientras tanto, en el apartamento en la ciudad, Isabella llevaba horas caminando en círculos, con las manos temblorosas y los ojos cargados de lágrimas contenidas. La habitación en la que estaba encerrada era asfixiante, demasiado perfecta en su prisión.
No tenía ventanas, ni una rendija por donde entrara el aire fresco, solo cuatro paredes lisas que parecían cerrarse sobre ella. Había intentado, una y otra vez, comunicarse con sus padres a través del lazo mental, pero cada esfuerzo había terminado en un silencio helado. El pecho se le apretaba cada vez que lo intentaba.
Algo, un campo, una barrera, quizás un hechizo, cubría el lugar y anulaba su conexión con el exterior. El miedo le subía a la garganta, quemándole como fuego.
—¿Por qué?… ¿por qué yo? —susurró en un hilo de voz, llevándose las manos al rostro.
Se dejó caer en una esquina de la cama, con los dedos hundidos en el colchón. Su respiración era rápida, desordenada, y en su mente solo existía una pregunta: ¿me encontrarán?