El sol de mediodía caía con fuerza sobre la carretera que rodeaba la finca de la manada Tormenta. Isabella tropezó y salió despedida; su cuerpo golpeó el asfalto con un sonido sordo y quedó tirada al lado del auto, la respiración entrecortada, la blusa pegada al costado por la sangre que brotaba de la frente. Los ojos le ardían y por un instante creyó que el mundo se doblaba.
Un motor frenó en seco. La puerta del copiloto se abrió y un hombre alto, de rasgos honestos y manos cuidadosas, se bajó en dos zancadas. Se inclinó sobre ella con mimo, sin prisas.
—Señorita, ¿se encuentra bien? —preguntó con voz quedamente firme, como quien ofrece tranquilidad en medio de la tormenta. Isabella asintió con un hilo de voz, apenas capaz de sostenerse en pie.
—Por favor… ayúdame a salir de aquí —murmuró, la boca reseca.
El hombre la miró con atención y, antes de tocarla, levantó la cabeza al escuchar pasos acelerados. Una figura vino corriendo por la calle: era Mateo, la camisa manchada de sangre