Zoe se soltó bruscamente del agarre de Teresa, con una mirada de furia contenida en sus ojos. No estaba dispuesta a dejarse manipular tan fácilmente, no por alguien como ella.
—Está bien, Teresa —espetó con voz tensa, cruzando los brazos sobre el pecho—. Pero no olvides que yo también tengo muchos secretos tuyos. No eres la única con poder en este lugar.
Teresa, lejos de inmutarse, sonrió con toda la altanería que la caracterizaba. Sus ojos destellaban con esa soberbia fría que solo una madre manipuladora y ambiciosa podía dominar. Dio un paso atrás con elegancia y se acomodó el cabello.
—Eso lo veremos, querida —murmuró con dulzura envenenada—. Pero recuerda quién te dio ese puesto de “encargada de cuidar a Mía”. Yo puedo quitártelo... y mucho más.
Y sin más, se dio media vuelta, alejándose con pasos firmes por el pasillo que resonaban con eco en las paredes de piedra. Zoe la siguió con la mirada, con la mandíbula apretada y los puños cerrados. Su loba gruñía internamente, inquieta,