Logan salió de la sala de interrogatorios con el cuerpo todavía cargado de rabia. Su respiración era pesada, cada paso firme y resonante contra el piso de piedra.
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El salón principal de la manada Tormenta estaba iluminado con lámparas que temblaban bajo la corriente de aire nocturno. Allí, aguardaban varios guerreros, erguidos, tensos, con la mirada fija en él, esperando órdenes. Entre ellos, se encontraba Ethan, su hijo, un reflejo joven y fuerte de sí mismo, con los ojos plateados ardiendo de la misma furia que le recorría las venas.
El silencio era sepulcral. Logan se detuvo en el centro y levantó la barbilla.
—Ha llegado la hora —dijo con voz grave, cargada de poder—. Vamos por Mía y por mi hija.
Las espaldas de los guerreros se irguieron más, listos para acatar la orden, pero Logan cerró los ojos un segundo y conectó su mente con otro vínculo: el del chofer de Mía, que en su forma de lobo perseguía el rastro del auto donde ella había sido llevada.
¿Alguna novedad? rugió Logan m