La voz de Owen resonó en lo más profundo de la mente de Mateo, clara, firme y con ese tono autoritario que no admitía objeciones.
—Mateo.
El joven se detuvo en seco en medio del pasillo, sintiendo el peso de aquel llamado. Respondió mentalmente, tal como lo habían practicado durante años.
—Sí, padre.
Un silencio breve precedió a la orden que lo cambiaría todo esa noche.
—Hoy mismo revisarán la manada. Quiero que la saques de los calabozos. Isabella no puede estar aquí cuando lleguen. Nadie debe sospechar que la tenemos. La llevas lejos, ¿me oíste? Lejos.
Mateo frunció el ceño, inquieto.
—¿Y si se niega? ¿Y si intenta escapar?
La voz de Owen fue un rugido en su mente:
—Eso no importa. Haz lo que tengas que hacer. Solo asegúrate de que salga de aquí con vida. Después… ya veremos.
La conexión mental se cortó tan abruptamente como había comenzado.
Mateo apretó los puños y se llevó las manos a la cabeza. El corazón le latía con fuerza; las sienes le palpitaban como si el peso lo atormentar