Mientras tanto, en lo más profundo del bosque, en medio de cuevas Luca abrió los ojos con lentitud, como si el simple acto de despertar le costara un mundo.

Un dolor punzante se extendía por cada fibra de su cuerpo, como si algo gigantesco le hubiera pasado por encima y lo hubiese dejado magullado. Intentó mover los dedos, luego los brazos, pero un sonido metálico lo hizo detenerse: clac, clac.

El frío de un grillete rodeaba sus muñecas, atándolas firmemente contra la pared húmeda de piedra. El eco de sus jadeos resonaba en la penumbra, mezclándose con el olor a tierra y sangre seca.

Su respiración se aceleró. Giró la cabeza con esfuerzo, y entonces lo vio.

Frente a él, sentado en una roca que parecía un trono improvisado, había un lobo de pelaje oscuro, tan grande que la sombra que proyectaba llenaba la cueva. Sus ojos brillaban como brasas encendidas y, lo más perturbador, una sonrisa torcida se dibujaba en su hocico. No era una sonrisa animal, era algo mucho peor: era la sonrisa