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Los brazos de mi esposo me abandonaron, quise reclamarle un poco más de calor y al abrir los ojos, descubrí que no estaba en el jardín, sino frente al panteón donde descansaba una escultura enorme.

Me incorporé, limpiándome el traje donde se adherían las hojas secas de los arbustos y caminé hacia las figuras inmóviles que representaban a mi madre y a mis hermanos, pero entre ellos estaba yo, con la espada de madera en alto y los rasgos deteriorados por el tiempo.

Intenté regresar al refugio cálido donde antes gozara del amor de mi esposo, y el cielo se tornó gris, amenazador. El aire no arrastraba el olor delicado de las flores, sino la putrefacción de la carne y el humo que escapaba de las torres encendidas.

Entonces una nueva escultura llamó mi atención y en ella reconocí el rostro adorable de un niño, que era sostenido por su padre.

Mi llanto hizo eco en aquel panteón en ruinas, porque mi esposo estaba muerto y yo volvía a sobrevivir, para pagar con la culpa y la agonía de quien lo
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