Me despertó la voz inconfundible de mi esposo y rápidamente me incorporé, hallándome en medio del lecho y cubierta cuidadosamente para que los rayos del sol, que entraban por la ventana, no alcanzaran mi piel desnuda.
—Luna mía— me saludó él, con una sonrisa embriagadora suavizando sus rasgos.
Le devolví el saludo, agradecida porque me hubiese llevado en brazos de regreso a la alcoba, porque ni siquiera recordaba cuando me había quedado dormida. Lo contemplé, deleitándome con su imponente figura que se ocultaba detrás de un traje claro con brocados dorados.
—Debo reunirme con los astiles y altos señores— me explicó.
Por un momento temía que tuviese la obligación de contar lo sucedido en la noche anterior, pero su expresión se tornó severa, casi preocupada y supe que algún problema se presentaba para empañar nuestra felicidad.
Quise incorporarme para ayudarlo y las puertas de la alcoba se abrieron, dando paso a mis doncellas principales y al astil del viento, secundado por el del agua