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Mis carcajadas lo interrumpieron, alejando igualmente a las lágrimas que asomaban en nuestros ojos.

—Yo era la niña de la espada— le confesé—. Jamás me gustaron las muñecas y solo pensaba en aprender a luchar para poder acompañar a mi padre cuando partía a defender las fronteras.

Él se echó a reír y tomó el extremo de la espada para acariciar con sus dedos, las sajaduras que debilitaban la madera.

—No recuerdo exactamente ese día en que nos conocimos y mucho menos el desafío que te impuse, pero estoy convencida de que en verdad fue a mí a quien escogiste por esposa a tan tierna edad.

— ¿Cómo puedes estar tan segura? —me interrogó él.

—Porque jamás me separé de esta espada y a ella le debo mi vida.

Él no comprendió esas palabras y liberó el arma para que pudiera alzarla, comprobando que mi mano había crecido mucho desde la última vez que la empuñé, pero que las heridas causadas en ese tiempo aun no cicatrizaban.

—Precisamente el deseo de combatir fue lo que me hizo abandonar el pabelló
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