Ellos contestaron con un asentimiento y mi tío les sonrió, no hipócritamente, sino de forma autentica, ya que comprendía cuanto les molestaba a esos señores, que yo no me dejara afectar por sus provocaciones.
—Su alteza dispondrá de una escolta apropiada para cruzar estas tierras y una vez en Áthaldar, será recibida como merece —declaró el astil de la tierra, esperando que advirtiera la doble intención detrás de esas palabras.
No me dejé intimidar por su amenaza y deseosa de devolverles la humillación, les ofrecí las llaves de los arcones donde aguardaba el tesoro real.
—Humildemente hacemos entrega de cuanto el rey Ódgon de Édazon me confió antes de morir —les dijo mi tío, avanzando varios pasos para revelar los arcones, cubiertos con paños en los que aparecía bordado el escudo del reino—. También les cederé su última carta, donde encontrarán recogidos, con su puño y letra, cada objeto que conforma el tesoro real de Áthaldar.
Los grandes astiles no esperaban semejante sorpresa y sus reacciones me conmovieron, en lugar de divertirme, como había supuesto. El pelirrojo tomó la carta y su mano tembló levemente al abrirla. Por el movimiento de sus ojos supe que leía, a pesar de las lágrimas que afloraban para avergonzarlo y no osó rebatir la autenticidad de las palabras que confirmaban a mi tío como a su guardián y regente, hasta que sus herederos alcanzasen edad para sentarse en el trono.
—En nombre de nuestro rey y del pueblo de Áthaldar, le agradezco por su fidelidad —le dijo el astil de la tierra—. Le aseguro de que todos sabrán de su proceder durante estos años en los que se ha mantenido apartado y que le agradecerán por haber mantenido la lealtad a la que nos tiene acostumbrados.
Nuevamente nos ofendían al recordar cómo nos alejamos de Áthaldar cuando calló antes los bárbaros y ni siquiera el hecho de haberles devuelto plenamente el tesoro de mi padre, consiguió que dejaran de vernos como unos oportunistas. ¿Qué pretendían esos señores? No tenía sentido que me odiaran simplemente por haberme puesto a salvo. Ellos mismos vivieron alejados del reino hasta que consiguieron a un nuevo líder para que los guiara en la recuperación de sus tierras. ¿Por qué yo era desertora cuando ellos se consideraban héroes?
Los dejamos creer que ese tesoro conformaba de igual modo mi dote. Quería sorprenderlos cuando le entregara al rey las llaves de los arcones en los que transportaba una fortuna mayor a la de cualquier otra princesa.
Seguidamente me ofrecieron regalos, un cáliz y paños de oro, joyas y varios palafrenes que me esperaban junto a las otras bestias. Fueron gentiles y en ningún momento dieron señales del desprecio que me tenían. Se cuidaron de no ofenderme directamente, mas no dejaban de mencionar a su adorado rey, el salvador de Áthaldar.
Finalmente se despidieron para dejar que me recuperara del viaje y en cuanto abandonaron el pabellón, la música se alzó alegremente. Pretendían festejar, halagarme, solo que en cuanto mi tío regresara a Ahiagón, tendrían la oportunidad de atacarme.
—Pensé que los atacarías cuando dijeron que el rey y el pueblo esperan conocerte —me dijo él, guiándome hasta una mesa provista de bebidas y manjares, frente la cual tomamos asiento.
—Puedo tolerar muchas ofensas, pero creo que me será imposible contenerme si siguen tratándome como a una extraña —le advertí preocupada, furiosa—. Ellos ofenden a mi padre y a sus deseos cuando afirman que no soy su legítima heredera. Sí, puede que ese muchacho haya recuperado el trono, pero no deja de ser un bas…
Con la mano me cubrió los labios, obligándome a tragarme las palabras que ardieron en mi garganta.
—Guárdate esos pensamientos —me pidió—. Ellos no ven que te indigne el trato que te dan, sino que pretendes apoderarte de cuanto te sea posible.
—No comprendo —admití.
—Para cada señor de Áthaldar eres solo una interesada que se presenta ahora en tiempos de paz y cuando el reino prospera. Llegarás a ser la soberana y parte del tesoro real te corresponde por herencia, porque fue tu padre quien lo reunió.
Eso no tenía sentido. Yo había resguardado con su ayuda ese tesoro y si lo hubiese querido, lo habría derrochado sin miramientos.
— ¿Por qué iba a arriesgarme a volver a Áthaldar si ya tenía el patrimonio de mi familia?
—Eso es lo que muchos desean que todos piensen de ti —insistió—, y si te indignas porque te traten como a una extranjera, les estarás dando la razón. Recuerda que el pueblo ama a sus astiles, a esas empuñaduras del reino que han derramado su sangre por liberarlo de los bárbaros. No te muestres como su enemiga y tolera sus actitudes, aunque te disgusten, luego podrás hacerles ver que se equivocaron al maltratarte. Tendrás cientos de oportunidades para devolverles sus humillaciones, mas debes ser paciente, amor mío, paciente y tolerante.
Atrapé sus manos entre las mías y contuve el llanto que se abría paso rápidamente. No soportaba más esa situación. Quería volver a su castillo, que, aunque frío, siempre se mantenía en calma y allí todos me amaban.
—Ahora me retiraré, pero te veré al amanecer —me avisó—. Trata de descansar. Todavía te queda un largo viaje por delante.
Como una niña pequeña me aferré a sus brazos y dejé que mi llanto lo persuadiera de quedarse un poco más.
—Vamos, Ahialíz—me animó—. Tienes que ser fuerte. Mañana regresaré a mis tierras y tú volverás de una vez a las tuyas.
—No quiero —mascullé ahogada.
Nos quedamos en silencio, escuchando la música con la que danzaban nuestros cortejos y que se interrumpía ocasionalmente por mis gemidos. Me liberé del miedo contenido y de la pena, empapé las ropas de mi tío y no lo solté hasta que la cabeza me dio vueltas.
Lo vi abandonar el pabellón y antes de que pudiera dirigirme hacia el lecho, tres jovencitas se presentaron tímidamente. No me les acerqué, para evitar que advirtieran las marcas de mi llanto, pero las recorrí lentamente con la mirada.