Nos detuvimos un poco después del mediodía y por las voces que se escuchaban, temía que estuviéramos a punto de ser atacados. Las jovencitas temblaban nerviosamente y se mantenían acurrucadas, expectantes. Yo no me contuve y moví el cortinado de la ventana para asegurarme de que tomaban las precauciones correctas, pero el astil de la tierra acudió de inmediato y luego de reverenciarme, subió al carruaje que volvió a la marcha.
—Alteza, hemos tomado un camino que no era el acordado con anterioridad —me avisó—. Nuestros exploradores encontraron a varios asesinos refugiándose al pie de las montañas y por eso preferimos adentrarnos en el bosque, donde los bárbaros acostumbrados a sus tierras yermas no tienen ventaja.
—Entiendo ¿pero no cree que antes de tomar esa decisión, debieron consultármela?
Él abrió sus ojos desmesuradamente, no se esperaba mi reacción y eso lo dejó sin palabras.
—Sé perfectamente que tanto usted, mi señor, como el resto de los astiles, están muy acostumbrados a to