11

Nos detuvimos un poco después del mediodía y por las voces que se escuchaban, temía que estuviéramos a punto de ser atacados. Las jovencitas temblaban nerviosamente y se mantenían acurrucadas, expectantes. Yo no me contuve y moví el cortinado de la ventana para asegurarme de que tomaban las precauciones correctas, pero el astil de la tierra acudió de inmediato y luego de reverenciarme, subió al carruaje que volvió a la marcha. 

—Alteza, hemos tomado un camino que no era el acordado con anterioridad —me avisó—. Nuestros exploradores encontraron a varios asesinos refugiándose al pie de las montañas y por eso preferimos adentrarnos en el bosque, donde los bárbaros acostumbrados a sus tierras yermas no tienen ventaja.

—Entiendo ¿pero no cree que antes de tomar esa decisión, debieron consultármela?

Él abrió sus ojos desmesuradamente, no se esperaba mi reacción y eso lo dejó sin palabras.

—Sé perfectamente que tanto usted, mi señor, como el resto de los astiles, están muy acostumbrados a tomar decisiones en este reino y a llevar a cabo su voluntad. Les agradezco por haber mantenido el valor y la determinación cuando muchos otros no lo hicieron y siempre tendrán mi admiración y respeto, pero cuando se trate de un tema que me involucre, preferiría que no me ignoraran.

—Lo siento, alteza, perdóneme — me pidió rápidamente—. No teníamos otra pretensión que su protección y la del tesoro que custodiamos, cuando preferimos cambiar el rumbo. Si me lo permite, también me gustaría recordarle que no decidimos por simple impulso o por costumbre, sino porque como sus guardianes y astiles del fuego y la tierra, tenemos el derecho a velar por lo que nos compete.  

No le contesté. Él y su compañero de cabellos rojizos me despreciaban abiertamente, así que tendría que cuidarme de ellos y ser cautelosa a la hora de dirigírmeles, mas eso no significaba que les dejaría gobernarme.

Me había quedado muy en claro que, al desviarnos del camino a través de las montañas, estaríamos evitando la entrada al pueblo de Hanadál, por lo que los súbditos más humildes no me conocerían y eso favorecía a mis enemigos, quienes pretendían evitar que en el reino reconocieran, a través de mis rasgos, a su verdadera heredera.

—Su alteza no debe preocuparse —me dijo—. Todo el recorrido estará muy vigilado por nuestros hombres y algunos ya se han adelantado para levantar un nuevo pabellón en el que podrá descansar.

—Les agradezco — dije por lo bajo—. Espero que estén en lo cierto y que los asesinos no puedan llegar hasta nosotros. Sería muy inconveniente que después de tantos años resguardándolo, el tesoro real de Áthaldar se perdiera en sus propios bosques.

Le sonreí ampliamente, dándole a entender que, si desconfiaban de mis intenciones, yo también dudaba de las de ellos.  Ese cambio en el último momento podía ser fácilmente una treta para culpar a los bárbaros y que la fortuna que transportábamos desapareciera furtivamente, terminando en las arcas de los señores más influyentes del reino.

Él se despidió respetuosamente y descendió del carruaje en marcha. Con un empujón cerré la puerta y evadí las miradas intranquilas de las doncellas a quienes había preocupado con mi actitud soberbia.

Me quité los guantes porque las manos empezaban a sudarme inexplicablemente y sentí el fuego quemándome las mejillas. No estaba acostumbrada a guardarme lo que pensaba y probablemente tener que contenerme cada vez que me provocaban, me afectaría más de lo que imaginaba.

Procuré tranquilizarme, disfrutar del paisaje brioso que nos rodeaba, una vez que llegamos al bosque, pero la imagen de mi tío al despedirse, volvía para atormentarme.  No me serenaría hasta que supiera que estaba a salvo y ni siquiera esa nueva sensación de libertad que la naturaleza brindaba, consiguió reconfortarme.

Al anochecer nos detuvimos en el campamento donde ardían antorchas para iluminar las coloridas tiendas en las que debíamos pernoctar.  La música se alzó antes de que descendiera del carruaje, en lugar de fanfarrias y eso me sorprendió porque no era sensato celebrar cuando podíamos ser atacados en cualquier momento. Sabía que eran muchos señores importantes en esa comitiva y que acostumbraban a rodearse de lujos, sin embargo, tanta alegría resultaba excesiva. ¿Por qué el astil del fuego no se los impedía? Si los bárbaros acechaban, darían por seguro que los guardias estaban entretenidos.

Entré a mi pabellón y dejé que las doncellas se ocuparan de las pertenecías.  Le entregué la capa y los guantes a la pelirroja y avancé para comprobar que el lecho me complacería con su suavidad, a pesar de ser humilde en comparación con los que acostumbraba a tener en los castillos de mi tío.

 Acepté la comida y bebí un poco de vino para animarme. Estaba cansada, algo adolorida por haber permanecido tanto tiempo sentada y me preocupó que tuviera un aspecto desaliñado, ya que después de todo, pronto conocería a mi futuro esposo.

Insistí en refrescarme, aunque a las doncellas les parecía inapropiado y una vez que me hallé limpia, probé la delicadeza de las sábanas y mantas. Me gustaba el olor del bosque y escuchar el crujir de la madera al quemarse. Gozaba de la música con la que los nobles estiraban sus cuerpos entumecidos por el viaje y sus carcajadas me aseguraban de que habría muchos ojos pendientes de hasta el más mínimo movimiento, así que me dormí sin temor.

Todas las preocupaciones desaparecieron, los ruidos, el dolor, hasta que un grito me arrebató la serenidad.

Sacudí la cabeza para espabilarme y suspiré porque aún no podía creer que ya fuera de mañana y que los hombres se preparaban para partir, entonces divisé a la pelirroja escabulléndose entro los cortinados.

 —No se alarme, alteza —me pidió.

— ¿Qué sucede? —La interrogué, sin poder verle el rostro—. ¿Nos atacan?

Como no recibí respuesta, pensé en buscar mis armas y descendí del lecho, dispuesta a deshacerme de las dudas, solo que nuevos chillidos me lo impidieron.

— ¡Señora! —gritó otra de las doncellas.

Lentamente me volteé y en el otro lado del pabellón descubrí a un hombre robusto, de piel atezada y ojos tan oscuros como sus ropas.  Llevaba una espada larga aferrada en una mano y me hizo señas para que no hablara. Comprendí al instante que estaba frente a uno de los asesinos bárbaros y como no tenía armas al alcance, me deslicé suavemente, sin dejar de mirar a mi oponente hasta quedar junto a la mesa.

A él debió confundirle que no tratara de huir y que no clamara por los guardias, pero yo sabía que en ese momento era como un animal acosado y huir ante un cazador tan fuerte, solo incrementaría mis posibilidades de caer entre sus garras; por eso atrapé un candelabro encendido y la bandeja dorada que reflejó la expresión bestial del asesino.

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