10

—Permítanos presentarnos, alteza —me dijo una pelirroja de gran belleza—. Ella es Blehien de Fraehen, prima de su majestad el rey y hermana del alto señor del sol. Ahora formará parte de su corte.

—Es un placer y un privilegio servirle —murmuró la aludida, inclinándose.

Se trataba de una muchacha de baja estatura y mirada amable. Tenía el cabello castaño y un aire dulce en sus ademanes que me hicieron sonreírle.

—Esta es Dinné de Shora, hija menor del ilustre astil del viento —continuó la pelirroja, señalando a una jovencita rubia de ojos tan verdes como los míos, pero con una actitud despreocupada, casi indiferente—. Acompañará a su alteza y aplicará sus dones para servirle en cuanto desee.

No comprendí bien esas palabras y me mantuve callada en espera de una explicación, hasta que la mirada insistente de la rubiecita me confirmó que no estaba siendo indiferente, sino que en verdad se hallaba enfrascada en servirme. Casi me echo a reír. La atrevida estaba reparando en mis curvas, imaginando las medidas y tonos que me sentarían y para ello hacía gestos con los dedos, como si estuviera cortando una tela imaginaria. Por suerte la pelirroja le propinó un fuerte codazo, que la hizo volver a la realidad.

— ¿Y usted? —le pregunté a la vocera.

—Yo soy Leanne de Leiamther—me contestó—. Espero ansiosamente poder servirle a su alteza y la felicito por su compromiso.

Ella no había mencionado a su familia, cosa que advertí al instante y al reparar nuevamente en su melena encendida, deduje que prefirió no hacerlo para evitarme el disgusto de saber que el astil del fuego escogió a una de sus hijas para espiarme constantemente.

— ¿Eres la heredera de Dagásor de Leiamther, astil del fuego y gloria de nuestro reino? — la interrogué directamente.

—Si majestad —de apresuró a responder, manteniendo la cabeza baja—. Él es mi tío y me corresponde el deber de mantenerme como su heredera ya que el resto de nuestra familia pereció durante la guerra contra los bárbaros.

—Al parecer tenemos mucho en común —le señalé.

Con un gesto les pedí que se incorporaran y me dirigí hacia el lecho, apartando los cortinados traslúcidos que caían como una lluvia aterciopelada.  Me tendí suavemente, cuidando de no aumentar el dolor de cabeza que sentía y procuré dormirme, mas no lo conseguí. La imagen de esas mujeres hermosas me atormentaba y para calmarme acaricié el colgante donde ocultaba el retrato de mi prometido. Quizás no tenía razones para temerles a las doncellas, pero la actitud confiada de la pelirroja no era alentadora y teniendo un tío tan influyente, de seguro hacía bien al considerarla una rival.

Ahora evocaba las palabras de las matronas y la rabia me invadió.  No podría deshacerme de toda mi corte con tal de prevalecer, aunque sí les recordaría constantemente que yo era la reina.

Suspiré ruidosamente. Hacía solo unos días entrenaba amenamente en el castillo real de Ahiagón y ahora sentía celos, cuando aún no conocía al hombre por el cual me preocupaba. ¿Qué me estaba ocurriendo? No podía permitir que tanta incertidumbre y desazón nublaran mi mente o esos astiles se alzarían con la victoria.

 Las fanfarrias me despertaron a la mañana siguiente y descubrí que había estado llorando dormida, pero me compuse en poco tiempo y consentí en que las doncellas me ayudaran. No quise probar alimento porque por experiencia sabía que terminaría vomitando frente a todos si los nervios me atacaban, así que acudí a despedir a mí amado tío que me prodigó más regalos de lo prudente.

—Ahora sí pensarán que soy una ambiciosa —le susurré al oído cuando me abrasó.

Él se echó a reír y me acarició el rostro, haciendo énfasis en los ojos hinchados, que besó diligentemente.

—Este es un escudo que tomé como botín cuando derroté por primera vez a Dátlael II de Anssen —declaró mi tío, mostrándome su último regalo—. Sé que lo usarás para protegerte, así como a aquellos a los que amas. Eres una guerrera, firme, valerosa, digna. No olvides nunca que llevas en tus venas la sangre de los Édazon y de la casa Missen.

Volví a abrasarlo y él me estrechó fuertemente. No debía llorar, pero aun así se me escaparon varias lágrimas que logré limpiarme contra su hombro.

—Recuerda que no debes hacer nada de lo que luego puedas arrepentirte, deja que sean tus enemigos quien se equivoquen, para que te rías de ellos cuando pidan perdón —me aconsejó por lo bajo—. Dame pronto un sobrino cuyo nacimiento me obligue a visitarte.

Nos apartamos y me besó la frente, dándome luego la espalda, pero se detuvo inesperadamente y me sonrió.

—Ya has luchado demasiado por mí —le dije—. Ahora seré yo quien empuñe las armas. Haré que te sientas orgulloso y compensaré todos estos años en que me has protegido y amado.

Lo reverencié solemnemente y cerré los ojos para no presenciar cómo se alejaba. Escuché las fanfarrias y mi corazón se deshizo debajo de los cascos del animal que se llevaba a mi único protector.

—Alteza —me llamó la pelirroja para hacerme saber que estaba atenta— ¿Desea que la acompañe hasta el pabellón? Debería descansar un poco más antes de continuar.

—No —le respondí, volteándome para encararla—. Estoy dispuesta a seguir el viaje.

Tanto las doncellas como los señores reunidos a mis espaldas, se asombraron ante esa decisión y eso me inquietó porque al parecer creían que preferiría dormir un poco más.

— ¿Hay algún inconveniente para que continuemos? —Indagué.

Todos negaron inmediatamente y se hicieron a un lado para que pudiera regresar al pabellón donde me coloqué mi capa de armiño y los guantes. Era una mañana fresca, pero no había tanta frialdad como en Ahiagón y supuse que en cuanto más nos alejáramos, el sol se haría completamente presente.

—Ya estamos dispuestos — me avisó la pelirroja, en tono amistoso.

Acepté que me guiara hacia el grupo de señoras que ofrecieron sus saludos debidamente. Ellas conformaban el cortejo que me seguiría, puestas a servirme y a tomar en cuenta cada detalle para luego contárselo a esas familias que no gozaban con privilegio de acercárseme, por lo que les sonreí, tratando de parecerles agradable y luego reiniciamos la marcha.

Mi nuevo carruaje era mucho más lujoso que cualquier otro en el que hubiese viajado durante la niñez. Estaba forrado en su interior con terciopelo rojo, pieles blancas y tenía el escudo de los Édazon bordado con hilos dorados y piedras. Tuve la sensatez de no demostrar cuan impresionada estaba. No quería que las tres doncellas me tomaran por frívola y menos cuando ya tenía que soportar sus miradas curiosas. Intenté no suspirar y deslicé la mano por entre los pliegues de mi vestido hasta encontrar el colgante y lo aferré. Ahora era mi mejor compañía; no hacía preguntas, no me importunaba y me llenaba de esperanzas.

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