Llegamos al hotel sin decir demasiado. La puerta se cierra tras nosotros con un clic suave, como si sellara un acuerdo silencioso. El aire acondicionado nos recibe con alivio, contrastando con el calor que se nos había pegado en la piel como una segunda capa. Es un poco más de mediodía, y la luz que se cuela entre las cortinas gruesas tiñe todo de un dorado cálido, casi cinematográfico. Por primera vez en toda la mañana, no hay nadie observando, lo que me llena de alivio.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunto mientras me quito las sandalias y las dejo a un lado, notando lo livianos que se sienten mis pies sobre la alfombra.
Alejandro deja su celular en la mesa con un suspiro, se pasa una mano por la nuca y se estira como si llevara horas cargando algo invisible sobre los hombros.
—Podríamos dormir la siesta —responde con voz grave, esa que usa cuando no está del todo bromeando.
Lo miro de reojo.
—Tentador… pero creo que todavía es muy temprano para encerrarnos otra vez.
—Entonces salgamos