No digo nada.
Por primera vez en mucho tiempo, no tengo una respuesta automática, ni una ironía lista para salvarme. Me quedo quieta, con sus manos aún tibias entre las mías, mientras mis pensamientos se arremolinan como arena arrastrada por la marea.
Alejandro no se mueve. Está frente a mí, respirando lento, como si cada segundo que pasa fuera una apuesta. Como si ya hubiera puesto todas sus fichas en la mesa, y ahora solo le quedara esperar.
—¿Algo real? —repito en voz baja, probando las palabras en mi boca, como si fueran nuevas.
Lo son.
No sé cuándo fue que dejamos de jugar, en qué momento exacto supe que todo esto me estaba cambiando. Quizá fue la primera vez que me hizo reír cuando no quería. O cuando me miró como si pudiera ver más allá del disfraz que me pongo todos los días. O ahora, con sus pupilas dilatadas y la verdad colgando de cada gesto.
—¿Y si esto no funciona? —le pregunto, porque aunque me quemo por dentro, todavía hay una parte de mí que tiembla ante la posibilidad