La luna sangrienta teñía el campo de batalla con un resplandor carmesí, convirtiendo cada gota de sangre derramada en un espejo del firmamento. Helena sentía el aire cargado de muerte, magia y desesperación. Los vampiros del clan Noctis se movían como sombras entre los árboles, mientras los hechiceros del Concilio lanzaban destellos de luz que cortaban la oscuridad.
En medio del caos, Helena apenas podía mantenerse en pie. Algo en su interior palpitaba con vida propia, una energía ancestral que amenazaba con desbordarla. La marca en su muñeca —aquella que había aparecido la primera vez que soñó con Adrián— ardía como si le hubieran aplicado hierro al rojo vivo.
—¡Helena! —el grito de Adrián atravesó el campo de batalla.
Lo vio corriendo hacia ella, esquivando cuerpos y hechizos, con la desesperación marcada en cada músculo de su rostro inmortal. Sus ojos, normalmente del color del ámbar antiguo, ahora brillaban con un fuego sobrenatural. Pero Helena apenas podía enfocarse en él. El do