El crepúsculo se derramaba como sangre diluida sobre los ventanales de la mansión. Helena observaba el horizonte desde su habitación, sintiendo un extraño cosquilleo en la piel. La luna sangrienta se alzaría esa noche, y con ella, todas las promesas y amenazas que Damián le había susurrado durante las últimas semanas.
El aire parecía espeso, casi irrespirable. Los sirvientes vampíricos se deslizaban por los pasillos con una tensión palpable, intercambiando miradas cargadas de significado. Incluso los más antiguos, aquellos que habían presenciado siglos de existencia, mostraban un nerviosismo inusual.
Helena se llevó la mano al pecho. La marca que había aparecido tras su primer encuentro con Damián —aquella extraña constelación de venas oscuras que formaban un símbolo ancestral— ardía como si alguien presionara un hierro al rojo vivo contra su piel.
—Maldita sea —murmuró, desabrochando los primeros botones de su blusa para examinar la marca.
Lo que vio la dejó sin aliento. Las líneas,