El amanecer llegó con una calma engañosa. Helena observaba desde la ventana de su habitación cómo el cielo se teñía de tonos rosados y anaranjados, un espectáculo hermoso que contrastaba con la tensión que se respiraba en la mansión. La luna sangrienta se acercaba; podía sentirlo en el ambiente, en las miradas furtivas que le dirigían los sirvientes, en los susurros que cesaban cuando ella entraba en una habitación.
Ya no era solo una invitada. Era la mujer de las visiones, la portadora de una maldición ancestral, la posible salvación o destrucción del vampiro que gobernaba estas tierras. Y todos lo sabían.
Helena se apartó de la ventana y se dejó caer en el borde de la cama. Sus dedos jugueteaban nerviosamente con el colgante que le había entregado la Hechicera días atrás, una piedra de luna engarzada en plata antigua. "Para protegerte", le había dicho. Pero Helena dudaba que existiera protección suficiente contra lo que se avecinaba.
Un golpe suave en la puerta interrumpió sus pensa