El frío fue lo primero que sintió Nerea al abrir los ojos. Un frío que se colaba por cada poro de su piel, a pesar de la manta que la cubría. La luz entraba a cuentagotas por las rendijas de una ventana con cortinas desgastadas. Parpadeó varias veces, intentando ubicarse. No era su apartamento. No era ningún lugar que conociera.
Se incorporó de golpe, y el mareo la obligó a sujetarse a los bordes de lo que parecía una cama rústica. Estaba en una cabaña. Madera por todas partes, una chimenea apagada, muebles antiguos. El olor a pino y tierra húmeda impregnaba el ambiente.
Los recuerdos llegaron como fragmentos de un sueño febril: Aleksei, sus ojos cambiando de color, aquella sensación de calor en su clavícula, y después... nada. Un vacío absoluto.
—No, no, no... —murmuró, palpándose el cuerpo en busca de heridas.
Estaba intacta, pero su ropa había sido cambiada. Ahora llevaba un suéter grande, que olía a él. A bosque y a algo salvaje que no podía nombrar.
Se levantó tambaleante y corrió hacia la puerta. No estaba cerrada con llave, lo que la sorprendió. Salió al exterior y el frío matutino la golpeó con fuerza. La cabaña estaba en medio de un claro, rodeada de árboles tan altos que parecían tocar el cielo. Montañas a lo lejos. Ni un solo rastro de civilización.
—¡Ayuda! —gritó, aunque sabía que era inútil—. ¡Que alguien me ayude!
Comenzó a correr sin dirección, adentrándose en el bosque. Sus pies descalzos se hundían en la tierra húmeda, las ramas bajas arañaban sus brazos, pero no le importaba. Tenía que escapar. Tenía que alejarse de él.
Corrió durante lo que le parecieron horas, hasta que sus pulmones ardieron y sus piernas flaquearon. Se detuvo, jadeando, apoyándose en el tronco de un árbol. Miró a su alrededor, desorientada.
Y entonces lo vio. La cabaña. Estaba exactamente donde había empezado.
—No es posible —susurró, con el corazón martilleando en su pecho.
Cambió de dirección y volvió a correr, esta vez siguiendo lo que parecía un sendero natural. Sus pies sangraban, pero el miedo era más fuerte que el dolor. Corrió hasta que no pudo más, y cuando se detuvo...
La cabaña seguía allí, como si nunca se hubiera movido.
Cayó de rodillas, con lágrimas de frustración rodando por sus mejillas. Estaba atrapada. El bosque la devolvía siempre al mismo punto, como si una fuerza invisible tirara de ella.
—No puedes escapar —la voz de Aleksei sonó a sus espaldas, profunda y serena—. No de mí.
Nerea se giró, con el rostro contraído por la rabia y el miedo.
—¿Qué me has hecho? ¿Qué es este lugar?
Aleksei avanzó hacia ella. Vestía ropa sencilla: jeans oscuros y una camiseta negra que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel. Su rostro parecía más humano hoy, pero sus ojos... sus ojos seguían siendo los de un depredador.
—Te he traído a un lugar seguro. Lejos de quienes quieren hacerte daño.
—¿Hacerme daño? —Nerea se puso de pie, ignorando el dolor—. ¡El único que me ha secuestrado eres tú!
—No es un secuestro, Nerea. Es protección.
Ella soltó una risa amarga.
—¿Protección? Me has drogado, me has traído a la mitad de la nada, me has cambiado la ropa mientras estaba inconsciente... ¿y te atreves a llamarlo protección?
Aleksei no se inmutó ante su furia. Se limitó a observarla con esa mirada penetrante que parecía ver más allá de su piel.
—Necesitaba tiempo para explicarte lo que está sucediendo. Lo que nos está sucediendo a ambos.
—No hay ningún "nos". No hay nada entre tú y yo.
—Te equivocas —dio un paso hacia ella—. El Lazo del Alfa ha comenzado. Lo sentiste anoche, igual que yo.
Nerea retrocedió, pero su espalda chocó contra un árbol. No había escapatoria.
—No sé de qué estás hablando.
—La marca en tu clavícula —señaló Aleksei—. La que has ocultado toda tu vida. La que arde cuando estoy cerca.
Instintivamente, Nerea se llevó la mano a la zona donde tenía aquella extraña marca de nacimiento. Siempre había sido un pequeño lunar con forma de media luna, apenas visible. Pero desde que conoció a Aleksei, había comenzado a cambiar, a enrojecerse, a doler.
—¿Cómo sabes...?
—Porque fuiste marcada por la Luna cuando naciste —respondió él, acercándose más—. Elegida como la pareja de un Alfa de sangre pura. Mi pareja.
—Estás loco —susurró ella, pero su voz tembló.
—¿Lo estoy? —Aleksei extendió su mano, sin tocarla, a unos centímetros de su clavícula—. ¿Por qué tu corazón late más rápido cuando me acerco? ¿Por qué tu piel se eriza cuando pronuncio tu nombre? ¿Por qué, Nerea Cruz, no puedes dejar de mirarme a pesar de que me temes?
Era cierto. Todo era cierto. Su cuerpo reaccionaba a él de una manera que desafiaba toda lógica. Un calor se extendía por su vientre, su respiración se aceleraba, y algo primitivo en su interior le suplicaba que se acercara más.
—Me estás manipulando —acusó, aunque sin convicción—. Has hecho algo para controlarme.
La mirada de Aleksei se suavizó, y por un instante, Nerea vio dolor en esos ojos sobrenaturales. Un dolor antiguo, profundo.
—No puedo manipular el Lazo. Nadie puede. Es más antiguo que yo, más poderoso que cualquier hechizo o maldición.
Se acercó tanto que Nerea podía sentir su aliento cálido en el rostro. No la tocaba, pero era como si todo su cuerpo estuviera envuelto en llamas.
—El Lazo del Alfa es una conexión espiritual, física y ancestral. Une a dos almas que fueron destinadas a encontrarse desde antes de nacer.
—No creo en el destino —murmuró Nerea, aunque su voz sonaba débil incluso para ella misma.
—El destino cree en ti.
Y entonces, sin previo aviso, la marca en su clavícula comenzó a arder. No era un dolor normal; era como si alguien hubiera vertido metal fundido sobre su piel. Nerea gritó, cayendo de rodillas. A través de las lágrimas, vio cómo su marca brillaba con un resplandor rojizo, pulsando como si tuviera vida propia.
Aleksei también se dobló de dolor. Sus ojos cambiaron, volviéndose completamente dorados. Sus manos se transformaron parcialmente, las uñas alargándose en garras afiladas. Un gruñido animal escapó de su garganta.
—Está sucediendo —jadeó él, luchando por mantener el control—. El Lazo se está completando.
Nerea no podía hablar. El dolor era insoportable, pero al mismo tiempo, había algo más. Una sensación de plenitud, de conexión, como si una parte de ella que siempre había estado vacía finalmente encontrara su complemento.
Vio, horrorizada y fascinada a partes iguales, cómo una marca idéntica a la suya aparecía en el pecho de Aleksei, brillando con la misma intensidad.
El dolor alcanzó su punto máximo y luego, tan repentinamente como había comenzado, cesó. Ambos quedaron tendidos en el suelo, exhaustos, jadeando como si hubieran corrido una maratón.
Aleksei fue el primero en recuperarse. Se arrastró hacia ella, sus ojos aún brillando con ese dorado sobrenatural.
—Ya no puedes huir de mí, Nerea —murmuró con voz rasgada, casi inhumana—. Ahora eres mía... y yo soy tuyo, te guste o no.
Las lágrimas corrían libremente por el rostro de Nerea. Lágrimas de rabia, de miedo, de confusión... y de algo más que no se atrevía a nombrar. Algo que la aterrorizaba más que cualquier monstruo o maldición.
—Te odio —susurró, pero incluso mientras lo decía, sabía que era mentira.
Aleksei retrocedió, como si sus palabras lo hubieran herido físicamente. Por un momento, pareció vulnerable, casi humano.
—Lo sé —respondió con una tristeza infinita—. Pero eso no cambia lo que somos ahora.
Se alejó de ella, dándole espacio. Nerea se quedó allí, tendida en el suelo del bosque, sintiendo cómo algo dentro de ella había cambiado para siempre. La marca en su clavícula ya no dolía, pero podía sentirla pulsando, viva, conectándola con el hombre —o la bestia— que tenía frente a ella.
Y por primera vez, entendió que el amor no era un acto de voluntad... sino de destino.