3

Nerea se miró en el espejo del baño por tercera vez. Las ojeras se habían intensificado durante la última semana, dibujando sombras violáceas bajo sus ojos. Llevaba siete noches sin dormir bien. Siete noches escuchando susurros en la oscuridad de su habitación.

—Solo es estrés —murmuró para sí misma, aplicándose otra capa de corrector.

Pero sabía que era mentira. El estrés no explicaba las sombras que veía por el rabillo del ojo, figuras que desaparecían cuando giraba la cabeza. Tampoco explicaba el calor que sentía en la marca de nacimiento de su muñeca, ese extraño símbolo que parecía una luna atravesada por una garra.

Su teléfono vibró sobre el lavabo.

**Claudia:** *¿Sigues viva o tengo que ir a sacarte de tu cueva? El taxi llega en 20 minutos.*

Nerea suspiró. Lo último que necesitaba era salir de fiesta, pero Claudia había insistido tanto que acabó cediendo. "Necesitas distraerte", le había dicho. "Faltan dos meses para tu cumpleaños y pareces un fantasma."

Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en su cumpleaños. Veinticinco años. La edad maldita en su familia.

—Esta noche solo serás una chica normal —se dijo, ajustándose el vestido negro que dejaba su espalda al descubierto—. Sin maldiciones. Sin voces. Sin miedo.

***

El Ónix era el club más exclusivo de la ciudad. Luces azules y violetas bañaban a la multitud que se movía al ritmo de la música electrónica. Nerea se sentía fuera de lugar, pero Claudia la arrastró hasta la barra.

—Dos gin-tonics —pidió su amiga, y luego se inclinó hacia ella—. ¿Has visto a los de la zona VIP? Dicen que el dueño está aquí esta noche.

Nerea miró hacia el área elevada donde figuras elegantes conversaban entre sombras. No distinguía rostros, solo siluetas, pero algo en ese espacio la atraía como un imán.

—¿Quién es el dueño? —preguntó, sin apartar la mirada.

—Aleksei Drakov. Un ruso o algo así. Nadie sabe mucho de él, solo que apareció de la nada hace unos meses y compró medio distrito financiero.

El nombre resonó en su interior como un eco lejano. *Aleksei*. De pronto, la marca en su muñeca comenzó a arder. Se la frotó instintivamente, pero el calor aumentaba.

—Necesito aire —murmuró, dejando su copa intacta.

Atravesó la pista de baile sintiendo que el aire se volvía denso. Las luces parpadeaban con más intensidad, y los cuerpos a su alrededor parecían moverse a cámara lenta. Algo estaba mal. Muy mal.

Entonces lo sintió. Una presencia a sus espaldas. Un aura tan poderosa que parecía doblar el espacio a su alrededor.

—Al fin te encuentro —susurró una voz grave junto a su oído.

Nerea se giró bruscamente. Frente a ella estaba el hombre más imponente que había visto jamás. Alto, de hombros anchos, vestido completamente de negro. Su rostro parecía esculpido en mármol: pómulos altos, mandíbula definida, labios firmes. Pero fueron sus ojos los que la paralizaron: grises como la plata líquida, con un destello ambarino que parecía brillar en la penumbra.

—¿Nos conocemos? —logró articular, aunque algo en su interior ya conocía la respuesta.

Él sonrió, revelando dientes perfectos y caninos ligeramente más pronunciados de lo normal.

—Desde antes que nacieras, Nerea Cruz.

Un escalofrío le recorrió la columna. ¿Cómo sabía su nombre?

—Disculpe, pero creo que me confunde con...

No terminó la frase. Él extendió su mano y, con una delicadeza que contrastaba con su apariencia feroz, tomó su muñeca, justo donde estaba la marca. El contacto fue como un rayo atravesándola. La marca ardió como hierro al rojo vivo, y una oleada de imágenes invadió su mente: bosques antiguos, luna llena, sangre, colmillos, ojos amarillos en la oscuridad.

La música se detuvo. El tiempo se congeló. Solo existían ellos dos en medio de la multitud inmóvil.

—Tu sangre me llama —murmuró él, acercándose tanto que podía sentir su aliento cálido en el cuello—. Tu esencia me despierta.

Nerea intentó retroceder, pero su cuerpo la traicionaba. Cada célula de su ser vibraba en respuesta a su cercanía, como si reconociera algo primordial en él.

—No sé quién eres —logró decir, aunque su voz sonaba débil incluso para ella misma.

Él se inclinó más, sus labios rozando el lóbulo de su oreja.

—Soy Aleksei Drakov. Soy el Alfa. Y tú, Nerea Cruz, eres mía. Tu alma ya lo sabe.

La intensidad de sus palabras la sacudió como una descarga eléctrica. Recuperando el control de su cuerpo, Nerea se apartó bruscamente.

—Yo no soy de nadie —espetó, aunque su voz temblaba.

Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y corrió hacia la salida, empujando a la gente que ahora parecía moverse normalmente de nuevo. No miró atrás, pero sentía su mirada clavada en ella, siguiéndola como una sombra.

En el taxi de regreso, su corazón seguía latiendo desbocado. La marca había dejado de arder, pero un hormigueo persistente le recordaba el tacto de sus dedos. ¿Quién era realmente Aleksei Drakov? ¿Y por qué sentía que lo conocía desde siempre?

Esa noche, contra todo pronóstico, Nerea durmió profundamente. Soñó con bosques antiguos, con luna llena y con un lobo de pelaje plateado cuyos ojos cambiaban del ámbar al gris. En el sueño, ella corría, pero no de miedo. Corría porque algo en su interior la impulsaba a hacerlo, a sentir el viento en su rostro, a fundirse con la noche.

Cuando despertó a la mañana siguiente, el sol entraba a raudales por la ventana. Se incorporó, desorientada, y entonces la vio: sobre la colcha, perfectamente doblada, había una camisa negra de hombre. La misma que Aleksei Drakov llevaba la noche anterior.

Y en el aire flotaba su aroma, salvaje y primitivo, como si hubiera estado allí, observándola dormir.

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