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El aire viciado de siglos penetró en sus pulmones como cuchillas oxidadas. Aleksei Drakov abrió los ojos en la oscuridad absoluta, sintiendo cómo cada músculo de su cuerpo protestaba tras un letargo que había durado una eternidad. La cripta de piedra que lo había mantenido prisionero durante siglos parecía haberse encogido a su alrededor, como si la montaña misma quisiera aplastarlo.

Pero ya no podía. Él estaba despierto.

Un aroma dulce y metálico impregnaba el aire estancado. Sangre. No cualquier sangre. La sangre de la portadora de la Marca de Luna. Su Luna Designada.

Aleksei se incorporó entre los escombros de lo que había sido su prisión. La piedra tallada con runas antiguas se había agrietado desde dentro, liberando al fin al ser que nunca debió ser encadenado. Sus ojos, de un dorado sobrenatural, se adaptaron rápidamente a la penumbra, revelando los restos de un ritual reciente. Velas negras derretidas, símbolos dibujados con ceniza y, en el centro, un pequeño cuenco de plata donde aún brillaba un líquido carmesí.

—La sangre de la última Cruz —murmuró, su voz áspera por el desuso—. Por fin.

Se acercó al cuenco y pasó sus dedos por el líquido. Al contacto, una descarga eléctrica recorrió su cuerpo. Imágenes fragmentadas inundaron su mente: una mujer joven, cabello oscuro, ojos que guardaban secretos, una cámara fotográfica, Madrid. Y miedo. Un miedo ancestral que corría por sus venas como una herencia maldita.

Aleksei sonrió, revelando colmillos demasiado afilados para ser humanos.

—Nerea —pronunció su nombre como si lo hubiera conocido siempre—. Mi Luna.

El vínculo estaba formado. Débil aún, pero innegable. Podía sentirla, a miles de kilómetros de distancia, como una llama temblorosa en la oscuridad. Su corazón latiendo, sus pensamientos inquietos, su ignorancia sobre lo que realmente era. Sobre lo que ambos estaban destinados a ser.

Con movimientos fluidos que desmentían su largo cautiverio, Aleksei se despojó de los harapos que cubrían su cuerpo. La piel pálida revelaba cicatrices antiguas, testimonios de batallas olvidadas por la historia. Se acercó a la entrada de la cripta, sellada con una pesada losa de piedra que habría sido imposible de mover para cualquier humano. Para él, fue como apartar una cortina.

El aire fresco de los Balcanes golpeó su rostro. La noche lo recibió como a un viejo amigo, y la luna, casi llena, pareció inclinarse ante su presencia.

—Doscientos setenta y tres años —murmuró, calculando el tiempo por la posición de las estrellas—. Me han robado demasiado.

Los recuerdos de su caída regresaron como una avalancha. La traición de su propia manada, los Colmillos de Plata, temerosos de su poder creciente. El ritual de destierro, las cadenas de plata bendecida que quemaron su carne hasta el hueso mientras lo arrastraban a las profundidades de la montaña. Y las palabras de Vasili, su beta, su hermano de sangre, mientras sellaban la cripta:

"El poder corrompe, Aleksei. Y tú ya no eres uno de nosotros. Te has convertido en algo más. Algo que debe permanecer enterrado."

Un gruñido escapó de su garganta, transformándose en un aullido que hizo temblar los árboles del bosque. Los animales huyeron despavoridos, reconociendo instintivamente la presencia de un depredador superior.

—Tenían razón en temerme —susurró a la noche—. Pero se equivocaron al creer que podrían contenerme para siempre.

Con un movimiento fluido, Aleksei se transformó. Su cuerpo humano dio paso a una bestia colosal, un lobo negro como la noche misma, con ojos dorados que brillaban con inteligencia y furia contenida. Era el Alfa Supremo, el lobo que según las antiguas profecías unificaría o destruiría a todos los clanes.

Corrió por el bosque, sintiendo la tierra bajo sus patas, reaprendiendo el mundo que había cambiado en su ausencia. Necesitaba llegar a ella. A la mujer que, sin saberlo, había completado la primera parte del ritual al derramar su sangre bajo la luna creciente.

***

Tres días después, Aleksei contemplaba Madrid desde la azotea de un edificio en el centro. Vestía un traje negro impecable, como si los siglos de cautiverio nunca hubieran existido. El mundo humano había cambiado, pero él se adaptaba rápidamente. El dinero y el poder seguían funcionando bajo las mismas reglas básicas, y él tenía acceso a recursos que habían permanecido ocultos durante su ausencia.

Sus sentidos sobrenaturales filtraban el caos de la ciudad, buscando una frecuencia específica. El latido de un corazón particular. El aroma único de una sangre que ya había probado, aunque fuera indirectamente.

Y entonces la encontró.

Caminaba por una calle estrecha, cámara en mano, capturando imágenes de un Madrid que los turistas rara vez veían. Su cabello oscuro recogido descuidadamente, sus movimientos cautelosos pero decididos. Ajena a la mirada que la seguía desde las alturas.

Aleksei inhaló profundamente, saboreando su esencia en el aire. El vínculo entre ellos pulsó, y por un instante, Nerea se detuvo, como si hubiera sentido algo. Miró a su alrededor, confundida, y luego hacia arriba, hacia el cielo nocturno donde la luna creciente brillaba entre los edificios.

Casi hacia él.

—Por fin te encontré —murmuró Aleksei, sus ojos transformándose brevemente en el dorado sobrenatural de su naturaleza lupina—. Mi Luna Designada. Mi sacrificio. Mi salvación.

En cinco noches, la luna estaría completa. Y el Ritual de Dominio podría completarse.

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