Luna de Sangre: Obedéceme, mi Alfa
Luna de Sangre: Obedéceme, mi Alfa
Por: ANALI
1

El sueño siempre comenzaba igual. Un bosque denso, la luna llena suspendida como un ojo vigilante, y el sonido. Ese aullido que le erizaba la piel y le aceleraba el pulso hasta sentir que el corazón se le saldría por la garganta.

Nerea corría descalza entre los árboles. Las ramas le arañaban los brazos, las piedras le cortaban los pies, pero no podía detenerse. Algo la perseguía. Algo hambriento.

Podía sentir su respiración en la nuca, el calor de su aliento. Cuando finalmente se atrevía a mirar atrás, lo veía: un lobo de pelaje negro como la obsidiana y ojos que brillaban con un fuego sobrenatural. No eran ojos de animal. Eran ojos que entendían, que sabían, que querían.

Y entonces llegaba la sangre. Siempre la sangre.

Nerea despertó de golpe, jadeando. La camiseta se le pegaba al cuerpo por el sudor frío. Miró el reloj digital en su mesita de noche: 3:33 a.m. La hora de las brujas, como decía su abuela. Se llevó una mano temblorosa al rostro y respiró hondo, intentando calmar los latidos desbocados de su corazón.

—Solo un sueño —murmuró para sí misma—. El mismo maldito sueño de siempre.

Se levantó y caminó hasta el baño de su pequeño apartamento en Malasaña. El espejo le devolvió la imagen de una mujer joven de cabello oscuro y revuelto, con ojeras profundas bajo unos ojos color avellana que parecían demasiado viejos para sus veinticinco años recién cumplidos.

Veinticinco años. El pensamiento le provocó un escalofrío. Hoy era su cumpleaños, y aunque intentaba convencerse de que era un día como cualquier otro, el peso de la historia familiar se cernía sobre ella como una sombra.

"Cada mujer primogénita de la familia Cruz desaparece al cumplir veinticinco años, bajo la luna llena", le había contado su abuela cuando era niña, con esa mezcla de resignación y terror que Nerea nunca olvidaría. Su madre había desaparecido exactamente así. Y su abuela había perdido a su propia madre de la misma manera.

Nerea abrió el grifo y se echó agua fría en la cara. Fue entonces cuando sintió el ardor, un dolor punzante en la clavícula izquierda que la hizo sisear. Se apartó el cuello de la camiseta y lo que vio la dejó paralizada.

Una marca roja, como un tatuaje recién hecho, brillaba sobre su piel. Tenía la forma de una media luna atravesada por lo que parecía ser una garra. El contorno palpitaba con un resplandor carmesí que parecía emanar luz propia en la penumbra del baño.

—¿Qué demonios...? —susurró, tocándola con la punta de los dedos.

El contacto le provocó una descarga de dolor que la hizo retroceder. La marca ardía como si le hubieran aplicado un hierro al rojo vivo.

***

El Parque del Retiro estaba inusualmente tranquilo esa mañana de octubre. Nerea había elegido ese lugar para su sesión fotográfica con Clara, una modelo emergente que necesitaba actualizar su portfolio.

—Gira un poco hacia la izquierda —indicó Nerea, ajustando el enfoque de su Canon—. Perfecto, mantén esa expresión.

El obturador capturó la imagen, pero la mente de Nerea estaba dividida. Una parte se concentraba en su trabajo, en los ángulos, la luz, la composición. La otra no dejaba de pensar en la marca que ahora ocultaba bajo un pañuelo de seda anudado al cuello.

—¿Estás bien? Pareces distraída —comentó Clara durante una pausa.

—Solo cansada —mintió Nerea con una sonrisa forzada—. Mala noche.

Continuaron la sesión adentrándose en una zona más boscosa del parque. Mientras Clara posaba junto a un viejo roble, Nerea sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La sensación de ser observada se intensificó hasta volverse casi insoportable.

Bajó la cámara y miró a su alrededor. No había nadie más en esa parte del parque, solo ellas dos. Y sin embargo...

Un movimiento entre los arbustos captó su atención. Entrecerró los ojos, intentando distinguir qué era. Por un instante, creyó ver un destello, como el reflejo de la luz en unos ojos.

—¿Viste eso? —preguntó a Clara, señalando hacia los arbustos.

La modelo negó con la cabeza, confundida.

—Espera aquí —dijo Nerea, y avanzó con cautela hacia donde había visto el movimiento.

Los arbustos se agitaron de nuevo y entonces lo vio: un lobo de pelaje negro como la noche emergió entre la vegetación. Era imposible. No había lobos en Madrid, mucho menos en el Retiro. Y sin embargo, ahí estaba, mirándola fijamente con unos ojos que parecían contener el fuego del infierno.

El mismo lobo de sus pesadillas.

Nerea se quedó petrificada. La cámara resbaló de sus manos y cayó sobre la hierba. El animal no se movió, solo la observaba con una intensidad que parecía atravesarla. La marca en su clavícula comenzó a arder de nuevo, pulsando al ritmo de su corazón acelerado.

—¡Nerea! ¿Qué pasa? —la voz de Clara sonaba distante, como si viniera de otro mundo.

El lobo parpadeó una vez, lentamente, casi como un gesto humano. Luego, tan repentinamente como había aparecido, se dio la vuelta y se internó en la espesura.

—¡Espera! —gritó Nerea, y sin pensarlo, corrió tras él.

Pero cuando llegó al lugar donde el animal había desaparecido, no encontró nada. Ni huellas, ni ramas rotas. Como si nunca hubiera existido.

***

El buzón de su edificio contenía lo habitual: facturas, publicidad, una postal de su amiga Lucía desde Berlín. Y un sobre negro.

Nerea lo miró con recelo. No tenía remitente, solo su nombre escrito en una caligrafía elegante con tinta plateada. El papel era grueso, caro, y desprendía un leve aroma a sándalo y algo más primitivo que no supo identificar.

Ya en su apartamento, dejó el resto del correo sobre la mesa y contempló el sobre negro como si fuera una bomba a punto de estallar. Finalmente, lo abrió con dedos temblorosos.

Dentro había una única hoja del mismo papel negro. El mensaje, escrito con la misma tinta plateada, era breve y aterrador:

"Estás marcada. Él vendrá por ti."

La nota se le escurrió entre los dedos. La marca en su clavícula ardió con renovada intensidad, como si respondiera al mensaje. Nerea se acercó a la ventana, buscando aire. La noche había caído sobre Madrid, y la luna llena comenzaba a elevarse en el cielo.

Un movimiento en la calle captó su atención. Abajo, junto a una farola, una figura oscura la observaba. El lobo negro. Sus ojos brillaban en la oscuridad, fijos en ella. Pero lo que hizo que el aliento se le congelara en la garganta no fue su presencia imposible en pleno Madrid, sino lo que vio en esos ojos.

No eran ojos de animal. Eran ojos humanos. Ojos que entendían, que sabían, que querían.

Y en ese momento, Nerea supo que la pesadilla apenas comenzaba.

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