La noche cayó con una inusual quietud. La luna, alta y nítida, bañaba el campamento en una luz lechosa que no era del todo reconfortante. Algo se acercaba. Lo sabían todos.
Ardan reunió a los centinelas. Kael y Lía estaban ya de pie, sentidos afilados como hojas. El niño permanecía en su tienda, con los ojos cerrados, murmurando palabras en una lengua que ni los más antiguos recordaban.
—No es un ataque común —dijo Maelys, sus visiones agitadas como fuego bajo tormenta—. Es una conjura. Un eco oscuro, creado por magia ancestral… y dirigida a él.
Como respuesta, un rugido ensordecedor desgarró el cielo. No era un animal. Era una criatura de las grietas: un amalgama de huesos, sombra y dolor. Avanzaba con furia, dejando a su paso tierra agrietada y árboles retorcidos.
—¡Protéjanlo! —gritó Kael.
Pero el niño ya estaba afuera.
Avanzó solo, descalzo, con su túnica ondeando como si el viento la obedeciera. Se detuvo frente a la be