Kael observaba desde la cima del risco, su silueta recortada por la luz sangrienta de la luna. Abajo, el bosque susurraba con ramas agitadas por un viento que no era natural. Los árboles sabían que él había regresado. Y no estaban contentos.
Sus botas estaban cubiertas de barro seco y ceniza. La tierra aún lo rechazaba, como si su huella contaminara el equilibrio que una vez juró proteger. Pero esa noche, por primera vez en años, no se sintió solo. —Estás viva… —susurró, y su voz resonó como un eco entre los árboles. Desde hacía años, su instinto lo arrastraba de bosque en bosque, de luna en luna, siempre huyendo, siempre buscándola. La chica marcada. La promesa incumplida. El vínculo perdido. Había tenido visiones desde antes del destierro. Retazos de recuerdos que no le pertenecían: una niña con ojos llenos de fuego y miedo, una cicatriz en forma de luna creciente que palpitaba como si tuviera vida propia… una voz que le susurraba su nombre desde la distancia. Lía. Esta noche, al verla de nuevo, sus sentidos se incendiaron. No fue solo reconocimiento. Fue la certeza abrumadora de que su sangre la reconocía. De que ella era suya. Y no en un sentido posesivo, no como una promesa rota de apareamiento. Sino como una parte perdida de sí mismo, arrancada y oculta por años. El exilio lo había transformado. Kael ya no era el alfa que soñaba con liderar su manada. Era el lobo errante. El hijo renegado. El acusado de un crimen que no cometió. Lo llamaron traidor. Asesino de su propio hermano. Un juicio a puerta cerrada. Sin pruebas. Sin testigos. Solo el veredicto de un consejo corrupto que temía su poder. La cicatriz en su pecho era la prueba del castigo. Quemado con hierro maldito, marcado como exiliado. Desde entonces, cada transformación le dolía más. Su vínculo con la manada había sido cortado, y eso lo hacía más salvaje… y más poderoso. Pero el Oráculo, antes de su castigo, le había dicho algo que nunca olvidó: > “Tu destino está escrito en otra piel. La que sangra bajo la luna. Ella es tu juicio, tu redención… o tu final.” Y ahora sabía que esa piel… era la de Lía. La había sentido desde que entró en el bosque. Su esencia temblaba en el aire, tan fuerte que casi podía saborearla. El aullido que soltó no fue un llamado de caza. Fue un grito de reconocimiento. Cuando la encontró, su cicatriz brillaba. El vínculo se había activado. La Marca Lunar no era una leyenda. Era real. Y ambos la llevaban. Dos mitades de un mismo pacto ancestral. Sellado por sangre. Roto por traición. Pero ¿sabía ella quién era? ¿Recordaba algo? ¿O solo lo vio como una amenaza? Kael cerró los ojos y contuvo el impulso de regresar a ella esa misma noche. No podía arriesgarse a asustarla. Tenía que esperar. Observar. Protegerla desde las sombras. La Luna de Sangre lo confirmaba: el equilibrio se había roto. Las manadas se preparaban para la guerra. El regreso de la “marcada” significaba que los Antiguos despertarían. Y con ellos, el juicio sobre todos. Kael miró el cielo. La luna lo observaba. Testigo de su caída. Y quizá… de su redención. Transformó su cuerpo con una respiración profunda. El crujido de sus huesos fue suave, fluido. El pelaje negro emergió como sombra viva, envolviéndolo. En su forma de lobo, el mundo tenía otro sabor. Más agudo. Más visceral. Más verdadero. Y así, sin más, descendió del risco y se internó en la oscuridad. Ella no lo sabía, pero él siempre había estado cerca. Esperando. Protegiéndola. Porque aunque el mundo lo llamara monstruo, aunque su clan lo hubiera olvidado, él recordaba. Y nunca olvidaría a su prometida.