La noche en la frontera de la Manada de Piedra era tan densa que parecía no tener fin. Los árboles apenas se mecían, como si el aire mismo hubiera decidido contener la respiración.
Lía se había envuelto en una piel gruesa, observando el fuego consumirse en el centro del campamento. El resplandor de las brasas moribundas lanzaba destellos naranjas sobre sus mejillas, pero no lograba calentar el nudo que le apretaba el estómago.
A su lado, Kael no decía nada.
No hacía falta. Ella lo sentía. Su tensión. Su deseo contenido. Su necesidad de protegerla, de fundirse en algo más que palabras o miradas.
Después de lo que había vivido con Thane, de la visión, del susurro del enemigo… Lía ya no quería guardar nada.
—Tengo miedo —dijo al fin.
Kael giró lentamente el rostro.
—¿De qué?
—De perderme. De perderte. De que esta guerra arranque todo lo que aún no he vivido.
Él estiró la mano y rozó su mejilla.
—Entonces, vivamos ahora.
El beso fue inevitable.
No suave. No impulsivo.
Fue profundo. Feroz.