El amanecer sobre la frontera de la Manada de Piedra trajo consigo algo más que luz. Era una sensación palpable, como si la tierra misma hubiese cambiado. El aire tenía un matiz distinto, cargado de un poder antiguo, uno que no había sido invocado en generaciones.
Kael y Lía salieron de la tienda cuando el sol apenas rompía el horizonte. Se movían en silencio, sus cuerpos aún marcados por la noche de pasión que habían compartido, pero era la profundidad de sus miradas lo que delataba algo mayor. Un lazo se había formado. Real. Irrompible.
Y todos lo sintieron.
Los centinelas apostados alrededor del campamento, los ancianos que habían vivido muchas lunas llenas, incluso los jóvenes guerreros que aún no comprendían del todo las implicaciones de un vínculo de alma: todos detuvieron lo que hacían al verlos caminar juntos.
Valen fue el primero en acercarse.
—No hace falta que lo digan —comentó con una sonrisa torcida, aunque sus ojos brillaban con emoción contenida—. El bosque lo susurra.