Los primeros rayos del sol bañaban el horizonte, tiñendo el cielo con suaves contornos rosados y naranjas. La brisa fresca de la madrugada acariciaba mi piel mientras caminaba hacia casa, con el cuerpo adolorido, el cabello enmarañado y cubierto de hojas secas. Iba descalza, sucia y aún con el recuerdo latente de una noche mágica que me dejaba el corazón y el alma ligeros, como si algo dentro de mí se hubiese liberado.
Subí los últimos peldaños del porche y entonces lo vi, sentado en el umbral de mi casa, con las piernas recogidas y la mirada baja. Alan. Parecía llevar allí un buen rato.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, sorprendida, pero sin fuerza para ocultar del todo mi incomodidad.
Él levantó la vista y, sin decir palabra, se quitó el largo abrigo negro que llevaba puesto. Caminó hacia mí con lentitud y lo colocó con delicadeza sobre mis hombros desnudos. Luego, con respeto, se giró de espaldas para no mirarme.
—¿Ya estás decente? —preguntó sin volverse.
—¿Qué haces aquí a esta hora?