—¿Perdona, te conozco? —pregunté, frunciendo el ceño, desconcertada por la presencia inesperada de aquella mujer.
—¡Ay, qué tonta soy! —exclamó, llevándose una mano al pecho con una sonrisa amplia, pero estudiada—. No, aún no nos han presentado. Mi nombre es Selyna. Soy la esposa de Alan. Él me ha dado esta dirección.
—¿Esposa? —repetí, con incredulidad. El corazón me dio un vuelco, como si las palabras me hubieran golpeado físicamente.
Selyna era una mujer de presencia imponente. Alta, esbelta y de una belleza refinada, con rasgos casi etéreos. Su piel era de un tono oliva terso y luminoso, sin una sola imperfección. Tenía los ojos alargados, de un verde esmeralda vibrante que contrastaba con su cabello oscuro, lacio y cuidadosamente peinado hacia un lado. Iba vestida con elegancia, con un abrigo entallado color marfil y botas altas que delataban un gusto exquisito por la moda. Su perfume floral llegó hasta mí con la brisa, suave y embriagador.
Antes de que pudiera responder algo má