Subí las escaleras a toda prisa, con el corazón palpitando salvajemente en mi pecho, cada latido tan violento que sentía que me desgarraba por dentro. Detrás de mí, podía oír los pasos de Alan, más pesados, más constantes, pero igualmente urgentes. El sonido de nuestros pies resonaba en los escalones de madera vieja, que crujían bajo nuestro peso como si la casa se quejara por revivir antiguos fantasmas.
El pasillo del piso superior se extendía largo y oscuro, apenas iluminado por la tenue luz que se colaba a través de una de las ventanas altas, oculta tras cortinas de encaje amarillentas. Las paredes estaban revestidas con papel tapiz floral, descolorido por el tiempo, agrietado en las esquinas. Una vieja alfombra carmesí recorría el pasillo, sus bordes deshilachados y su superficie manchada por el peso de los años y los secretos.
—Darío —llamé, con voz temblorosa, intentando sonar tranquila, aunque el miedo me oprimía la garganta—. Cariño. Sal, por favor. Todo está bien. No voy a ha