—¿En serio no habías venido nunca aquí? —Alan me miró con una mezcla de sorpresa y desconcierto, sus cejas alzadas y los labios entreabiertos.
—No... nunca tuvimos tiempo —respondí en voz baja, clavando la mirada en la madera roja de la puerta del departamento.
—Mi preciosa hermana, siempre tan privada —murmuró con una sonrisa ladeada, mientras se agachaba frente a la enorme calabaza decorativa junto a la entrada.
Lo observé hurgar entre las fibras huecas, hasta que sus dedos encontraron una pequeña llave de latón, fría y polvorienta.
—Aquí está —anunció con entusiasmo, poniéndose de pie de un salto, como si aquello fuera un tesoro perdido.
Giró la cerradura y abrió la puerta con un chirrido áspero. En cuanto el aire del interior me golpeó, un torbellino de recuerdos me invadió. El olor... una mezcla de madera envejecida, lavanda marchita y papel viejo. Era el perfume de ella, aún impregnado en las paredes.
Me quedé en el umbral, sin atreverme a cruzar.
—Te he traído hasta aquí. Ahora