— ¿Qué dices? — pregunté, sintiendo cómo un escalofrío me recorría la espalda.
— Digo que, como me veo obligada a tenerte en mi casa para evitar que intentes escapar con el dulce y bello Darío y su sangre especial, tienes que ganarte tu valía. A partir de hoy, tu misión será esta.
Mis ojos recorrían la habitación con una mezcla de desconcierto y aprensión. La luz entraba a duras penas por una ventana estrecha cubierta con una cortina raída, dejando al lugar en una penumbra sofocante. El suelo, de tierra apisonada, estaba manchado por humedad oscura y salpicaduras secas cuyo origen prefería no imaginar. Las paredes, cubiertas por tablones de madera mal encajados, crujían con cada corriente de aire, y el olor era denso, una mezcla agria de moho, encierro y algo más… algo que me erizó la piel.
En el centro de la estancia, como el núcleo de una pesadilla, se alzaba un bulto cubierto por una sábana grisácea.
— Tu trabajo — dijo Eva con voz fría y cortante — es cuidarlo, alimentarlo y aseg