—¿Qué has hecho? —pregunté con la voz baja, casi un gruñido, clavando los ojos en ella.
—Buenos días… —Eva suspiró con un gesto cargado de fastidio, ladeando la cabeza como si mi pregunta fuera una grosería—. Si vas a vivir conmigo, te conviene aprender a ser cortés. No te lo voy a volver a repetir. La próxima vez… habrá consecuencias.
Su mirada, fría y calculadora, se deslizó sobre mí como una cuchilla invisible.
—Muy bien… —me senté lentamente a su lado, cuidando de no romper el tenso equilibrio que había entre nosotras, y extendí la servilleta sobre mis piernas con manos que temblaban de rabia contenida—. Buenos días, Eva. ¿Cómo pasó la noche?
Ella sonrió de medio lado, una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
—Bien, querida. Tuve que tomar una manzanilla para calmar mis nervios, pero…
—Sí, sí, ahora me dices qué demonios le has hecho a Darío… o debería atravesarte con este cuchillo de mesa —murmuré, apretando el mango con fuerza.
Eva estalló en una carcajada sonora, un eco burlón que