—Cuando los padres de Amyra descubrieron lo nuestro, se volvieron contra nosotros —comenzó Alan, su voz grave y pausada, como si cada palabra lo desgarrara un poco por dentro—. Toda nuestra gente lo hizo, cegados por el odio, por la intolerancia. Así que decidimos marcharnos de la ciudad.
Se quedó en silencio por un instante, con la mirada perdida, como si aún viera los ecos de ese pasado en las sombras de la habitación.
—Pero para entonces… ya habíamos construido algo. Una pequeña familia. Una propia. Y Amyra… —hizo una leve pausa, su voz se volvió más suave, casi reverente—, Amyra estaba decidida a no dejar a nadie atrás. Éramos solo cuatro: ella y yo, tu madre… y Selyna, su hermana.
Su voz se quebró un poco. Apretó los puños, como si la historia comenzara a pesarle en los huesos.
—Pero había un problema. —Suspiró, con un deje amargo—. Tu madre estaba siendo presionada por su familia para casarse… con tu padre. Y Selyna… ella odiaba a Amyra. No con palabras ni gritos, sino con esa