Capítulo 23.
El lobo blanco estaba perdido mirando el fuego, como si en las llamas buscara un recuerdo que yo no podía ver. Yo, en cambio, apenas lograba concentrarme en mi respiración mientras esperaba que el señor Arthur viniera a revisar mi trabajo.
Y lo hizo. Caminó hacia mí con esa seguridad que siempre imponía y me extendió la mano sin decir nada. Sabía lo que quería. Con algo de vergüenza, le entregué la primera cerbatana que había fabricado.
Lo vi girarla entre sus manos, como si cada imperfección saltara a la vista con sólo tocarla. Mi estómago se apretó. Esperaba una crítica dura, y con él nunca había que esperar lo contrario.
—No está mal —dijo al fin, su tono firme, seco, casi desaprobador—. Servirá para tu siguiente lección.
Tragué saliva. No era un elogio, pero tampoco un rechazo. Con el señor Arthur, eso ya era mucho.
Me señaló un árbol un poco más allá y luego me mostró cómo debía sostener la cerbatana, la posición correcta de los labios y la forma de llenar mis pulmone