Rowan
Caminábamos detrás del ángel y el vampiro, sus siluetas adelantadas en silencio, como si fueran los únicos dueños del camino.
Zeiren mantenía las alas ocultas, pero aun así, la fuerza que desprendía me crispaba los nervios. Damien, en cambio, parecía aburrido, como si todo aquello fuera un paseo rutinario.
Nos detuvimos a unos metros de la cabaña. El vampiro extendió la mano, y el aire se quebró frente a nosotros como un vidrio hecho añicos. Un portal se abrió, arremolinando sombras y fuego en su interior.
—Adelante —dijo Damien, con una sonrisa que no prometía nada bueno.
Miré a Edward. Él me devolvió la mirada, los ojos encendidos, su mandíbula trabada. Ninguno de los dos dijo nada, pero lo entendimos: no había elección.
Respiré hondo, Varek gruñendo en mi interior como una bestia acorralada mientras cruzaba.
El impacto me golpeó de inmediato.
El calor era sofocador, tan denso que cada inhalación parecía fuego líquido entrando en mis pulmones. El aire olía a azufre, a sangre