Rowan
El aire afuera estaba distinto. Más denso, cargado con un salitre que no había sentido en años. Apenas crucé la puerta, Varek levantó el hocico, olfateando el viento, buscando respuestas.
Edward salió detrás de mí, cerrando la puerta con un portazo suave. Caminamos sin decir ni una palabra, estábamos reconociendo el lugar, alertas a cualquier amenaza.
Avanzamos en silencio sobre el suelo blando, cubierto de musgo, y cada paso crujía como si estuviéramos caminando sobre huesos antiguos. A pocos pasos de la cabaña vimos lo que nos rodeaba.
Un acantilado.
Las olas rompían abajo, salvajes, contra rocas negras que parecían dientes dispuestos a devorarnos. El mar se extendía hasta donde alcanzaba la vista, gris y feroz, y no había un solo barco, una sola costa, ni nada que nos indicara que este lugar tenía salida.
Era una isla.
—Bueno… —Edward exhaló, cruzándose de brazos—. Parece que estamos en medio de la nada.
Varek gruñó bajo en mi interior, incómodo. Yo me sentía igual.
Caminamo