Clara
Lo supe desde que abrieron la compuerta.
Ese sonido metálico y oxidado —tan distinto al de las rejas internas— significaba solo una cosa: me iban a sacar de las profundidades de la mina.
El aire limpio entró a mis pulmones con fuerza. Ya no era aire de mina. No era húmedo, ni espeso, ni tenía olor a polvo y suciedad.
Era aire real.
Fresco.
Con aroma a hierba fue lo primero que reconocí.
Y entonces el cuerpo me tembló.
No por el miedo, aunque si lo sentía, sino por la certeza de que, por primera vez en años, vería el cielo.
O lo que quedara de él.
Las mujeres me arrastraron afuera como si no fuera más que un saco de m¡erda.
No luché.
No podía.
Mi cuerpo apenas me pertenecía.
El inhibidor en mi sangre seguía haciendo su trabajo, manteniéndome atada a la superficie de mi piel, sin fuerza, sin instinto. Solo… contenida.
Y, aun así, cuando cruzamos las puertas y mis pies sintieron el suelo de piedra debajo, algo cambió.
El calor del sol me tocó los brazos desnudos y sentí que su ener