El ruido crecía, mezclado con respiraciones roncas.
Reyk levantó su espada, Leo se adelantó un paso.
Eiden me soltó despacio y me colocó detrás de él.
—No hables —susurró.
Entre los árboles apareció una silueta.
La luz de la antorcha apenas alcanzaba para distinguirlo, pero lo supe al instante.
Su caminar, su altura, el tono de su cabello.
Lucian.
Llevaba el torso desnudo, el cuerpo cubierto de marcas oscuras que parecían venas encendidas.
Su piel tenía un brillo metálico, enfermo.
Sus ojos —los mismos que un día me dijeron “perteneces aquí”— ahora eran dos pozos sin fondo, inhumanos.
—No puede ser —murmuró Leo, retrocediendo.
—Sí puede —dijo Reyk—. Lo convirtieron.
Eiden se tensó, bajando un poco la postura como quien se prepara para saltar.
Yo di un paso adelante, pero él me detuvo con un brazo.
—No te acerques —me ordenó.
Lucian levantó la cabeza.
El sonido que salió de su garganta fue un gruñido ahogado, mitad humano, mitad bestia.
Cuando habló, su voz era grave, como