El bosque se extendía sin final, con el viento cortándome la piel y las ramas arañando mi vestido.
Cada vez que cerraba los ojos veía la cara de Trish, el momento en que se dio la vuelta con el cuchillo en la mano.
El eco de su voz seguía en mi cabeza: “Corre, Alana. Corre.”
Seguí corriendo hasta que mis piernas no pudieron más.
Caí de rodillas sobre el barro húmedo.
El vestido estaba hecho jirones.
El cuerpo me dolía, y el frío me calaba los huesos.
Me abracé los brazos y recé, aunque ya no creía en nada.
Un ruido a lo lejos me hizo alzar la vista.
No era un lobo.
Era más firme, más humano.
Intenté moverme, pero el cansancio me ganó.
Cuando escuché mi nombre, supe que había llegado al límite entre la locura y el alivio.
—¡Alana! —La voz era ronca, conocida.
Giré la cabeza y lo vi.
Eiden.
Venía corriendo entre los árboles, seguido por Reyk y Leo.
Los tres estaban cubiertos de barro, con el rostro tenso, los ojos brillando por el reflejo de la luna.
Intenté ponerme de pie,