La sala del consejo estaba en penumbra, iluminada solo por las antorchas montadas en los muros de piedra. La atmósfera era densa, cargada de juicio, como si cada palabra dicha allí tuviera el peso de la historia y la sentencia de los ancestros.
Darien estaba sentado en el centro, el rostro inescrutable, las manos entrelazadas sobre la mesa de piedra negra. Cada miembro del consejo ocupaba su sitio. Aldrik encabezaba la reunión, con la mirada fija en su nieto, como un lobo viejo esperando que el joven cediera finalmente al legado que él había moldeado.
—La Luna actual ha incumplido su juramento —dijo Aldrik, con voz firme y ceremoniosa—. Ha usado su poder contra un miembro de la manada, ha herido al Alfa, perdió al heredero… y ha despertado un fuego que ya no puede controlar.
Las palabras resonaron como martillazos. Nadie replicó. Uno a uno, los consejeros alzaron la mano. El voto fue unánime.
Aeryn debía morir.
Darien permaneció en silencio unos segundos. Su lobo bramaba por