La noche era espesa y pesada, como si el aire mismo llevara el peso de las decisiones no dichas. En los jardines interiores de la Torre de los Alfas, bajo un roble antiguo que había sido testigo de generaciones enteras, Nerysa y Cael se encontraban sentados, juntos pero distantes, ambos con la mirada perdida en el cielo sin luna.
El silencio entre ellos no era incómodo. Era grave. Un silencio cargado de pensamientos, de miedos que ninguno se atrevía aún a pronunciar.
—Ya lo están diciendo en voz baja —susurró Nerysa, la voz más grave que de costumbre—. Que rompió su juramento. Que hirió a una hermana de la manada. Que desobedeció al Alfa… que perdio al heredero por no tener autocontrol.
Cael apretó los dientes. Su mandíbula se tensó tanto que un músculo le palpitó junto al oído.
—No fue así —dijo con amargura—. Fue provocada. Fue llevada a ese límite. Lo sabían. Aldrik lo sabía. Todo fue una maldita trampa.
—Pero el consejo no verá matices —respondió ella con un suspiro triste—.