El amanecer no era más que una promesa inútil detrás de las gruesas cortinasdee la Torre. La habitación estaba sumida en una penumbra constante, como si el tiempo se hubiera detenido justo en el momento en que su mundo colapsó. Aeryn no sabía cuántos días habían pasado desde que despertó empapada en sangre y despojada de su hijo. Quizás dos. Quizás cinco. Fueron semanas. Tal vez una eternidad. La noción del tiempo había dejado de importarle. Solo existía el peso sobre su pecho, la ausencia en su vientre, y el eco vacío de un nombre que ya no se atrevía a pronunciar.
No lloraba. No gritaba. La furia que una vez la había envuelto en fuego ahora la había abandonado, dejándola quebrada. El silencio era su único refugio. Acostada de lado, el cuerpo cubierto por mantas que no lograban darle calor, mantenía una mano inmóvil sobre su estómago plano, como si con ese gesto pudiera aferrarse a lo que ya no estaba. El lugar donde había sentido latir una promesa, donde había hablado en voz baja a