Nyrea aún respiraba con dificultad, pero su mirada seguía cada movimiento de Darién, quien se ponía de pie con esfuerzo, tambaleante aún, el cuerpo marcado por el esfuerzo del parto compartido.
—No… no puedes —susurró ella, con voz apenas audible, estirando una mano temblorosa hacia él—. Estás débil… no te vayas.
Darién se volvió hacia ella. El fuego brillaba en sus ojos, pero no era rabia: era amor.
—Los amo —dijo con voz grave y decidida—. Y debo hacer todo lo que esté a mi alcance para protegerlos.
Se inclinó y besó a Nyrea en la frente. Luego, uno a uno, besó a sus hijos dormidos contra el pecho de su madre. Una llama pequeña se encendió sobre sus dedos y rozó el cabello de ambos bebés, como una bendición silenciosa.
Y entonces… se transformó.
Su cuerpo fue envuelto en fuego, sus músculos se expandieron, su piel se rasgó hasta que emergió el lobo en llamas, majestuoso y feroz, más imponente que nunca.
—¡Darién! —gritó Nyrea, pero él ya había dado el salto.
Rompió l